El rabino norteaméricano Marshall Meyer puso el cuerpo, se jugó el pellejo durante la dictadura militar. Y salvó vidas, logró sacar presos de las cárceles. No sólo tuvo que batallar contra los militares sino que también la dirigencia de su comunidad le puso palos en la rueda. Este texto pinta bien a quién algunos despectivamente llamaban “el rabino rojo”.
Por Diego Rosemberg*
Cuando sonó el teléfono, el rabino salió disparado. No le importó que faltaran pocas horas para el inicio del Shabat ni para el servicio religioso que, como todos los viernes por la noche, debía oficiar en la sinagoga de su comunidad, Bet El, en el barrio de Belgrano. Marshall Meyer había escuchado del otro lado de la línea a la voz angustiada de Héctor Timerman, que le decía que no sabía dónde habían trasladado a su padre, Jacobo, secuestrado por segunda vez por un grupo de tareas de la dictadura militar, en julio de 1977.
Héctor había recorrido Tribunales, la Casa de Gobierno y el Primer Cuerpo del Ejército y en ningún sitio recibía información sobre el paradero de su papá, el director del diario La Opinión, que había desaparecido de su celda del Departamento Central de la Policía Federal. Desesperado, decidió ir a pedirle información en persona al comisario Miguel Etchecolatz, Director de Investigaciones de la temible Policía Bonaerense y mano derecha del general Ramón Camps, número 1 en el aparato represivo de la provincia de Buenos Aires en aquellos años oscuros.
El hijo del mítico periodista –que entonces tenía 23 años- no se animaba a ir solo y por eso acudió a Meyer, que estaba conteniendo espiritualmente a su familia desde que los militares habían detenido por primera vez a su padre, el 15 de abril de 1977.
Meyer escuchó con atención el relato de Héctor y no dudó ni un instante en acompañarlo y viajar hasta el mismísimo infierno para disputarle, cara a cara, uno de sus fieles al diablo. En el camino hacia La Plata habían acordado que sólo hablaría Héctor, que preguntaría por su padre y que no entrarían en discusiones sobre los motivos de la detención ni el trato humillante que había recibido desde que se lo llevaron.
Cuando llegaron a la Jefatura de la Policía bonaerense debieron soportar una larga espera hasta que Etchecolatz los hizo pasar a su oficina. Como habían convenido, el único que habló fue Héctor: dijo que su padre había sido trasladado, que desconocía su paradero y agregó que su madre tenía los nervios destrozados. Fue un monólogo que duró unos diez minutos hasta que sin más que decir, el joven calló y la oficina quedó invadida por un silencio que aturdía. Etchecolatz, que exhibía su mejor mirada torva, aprovechó el vacío y apuntó con sus ojos a Meyer.
–Y usted cura, ¿quién es? – prepoteó el comisario, que recién en 2006 fue condenado a cadena perpetua por los crímenes de lesa humanidad cometidos como funcionario de la dictadura militar que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983.
El rabino no se amilanó. Se levantó de su silla, a paso firme dio la vuelta al escritorio que lo separaba de Etchecolatz, se detuvo a escasos treinta centímetros del policía y mirándolo a la cara lo increpó:
-Este cura es un pastor que busca a una oveja de su rebaño y sé que vos sos el ladrón que te la llevaste. Soy el pastor de Jacobo Timerman y vos tenés a mi oveja. No me voy hasta que no me la devuelvas- espetó el rabino, que tuteaba a todo el mundo, aún a quienes despreciaba profundamente. Así había aprendido a hablar castellano en 1959, cuando llegó desde su Nueva York natal a la Argentina, pensando en quedarse apenas dos años, sin saber que se transformarían en 25.
La mirada desorbitada de Etchecolatz, de pronto, cambió de destinatario. Ahora apuntaba a Héctor Timerman, que ante tanta tensión también se había parado. Por primera vez, el policía buscó cierta –pero infeliz- complicidad con él:
-Por bastante menos que esto, acá hay muchos que...- el comisario interrumpió en seco la oración y comenzó a agitar una de sus manos hacia el cielo. A los dos visitantes les quedó claro el significado.
No fue esa la primera ni la última amenaza que recibió Meyer en su estadía en la Argentina. Pero como a todas, les restó –o hizo que le restaba- importancia. Héctor Timerman le pidió por favor al rabino que se sentara y le rogó al comisario para que volvieran a hablar sobre el destino de su padre. Etchecolatz finalmente se sentó y sin abandonar el tono marcial le dijo:
-Vuelva a su casa. A las 15 horas lo van a llamar con una dirección donde podrá ver que su padre está vivo.
Con puntualidad suiza, el teléfono de la familia Timerman sonó ese viernes a las tres de la tarde. Un emisario de Etchecolatz les dio una dirección en el municipio de Quilmes. Hasta allí fueron Meyer, Héctor y Risha, la esposa de Jacobo. Cuando llegaron al lugar, advirtieron que se trataba de una comisaría legalmente constituida. Como al religioso no lo dejaron entrar, sólo ingresaron Risha y Héctor, que se preguntaba intranquilo si todo no sería una trampa de los represores para deshacerse del rabino.
Después de un largo rato, llegó un patrullero del que bajó Jacobo, quien se sorprendió al ver a su familia. No los dejaron hablar, sólo pudieron verse las caras durante cinco minutos. No obstante, los Timerman recuperaron cierta tranquilidad: interpretaron que el hecho de haber podido ver a Jacobo con vida en una dependencia legal haría que sea mucho más difícil para los militares asesinarlo.
Cuando Héctor, Risha y Meyer emprendieron el regreso ya había comenzado a anochecer. Héctor no decía nada, pero aceleraba cada vez más. Quería regresar rápido a la Capital porque con la salida de la primera estrella había comenzado el Shabat; lo mortificaba pensar que por haberlo acompañado a ver a su padre, el rabino no llegara a tiempo para oficiar la ceremonia religiosa en Bet El y, encima, se viera obligado a violar los preceptos religiosos que, entre otras cosas, prohíben viajar a los judíos observantes en el día más sagrado de la semana, aquel que consagran a Dios.
- ¿Por qué corrés? – preguntó Meyer, el único que se atrevió a romper el silencio en el viaje de vuelta.
- Es Shabat- quiso justificarse Héctor Timerman.
- Acaso no sabés que para salvar una vida se puede violar cualquier mandamiento. Salvamos la vida de tu papá y sería una pena que nos matemos en un choque. Así que manejá tranquilo, que de la teología me ocupo yo.
Hermosa historia de un tipo muy digno.
ResponderEliminarMis respetos