viernes, 16 de abril de 2010

El General Presidente




por Marcos Doño

Hace cinco minutos que el general se cepilla los dientes.

Su boca rabiosa de espuma se disuelve en un buche y escupe.

El general abre sus fauces hasta el colmo de sus mandíbulas.

Pasa revista. ¡Limpios! ¡Ni una caries!

Sobre el mármol del lavatorio el reloj del general marca las cinco y treinta de la mañana.

Bate la brocha y hace espuma hasta que su rostro general muda a un incomprensible Papá Noel.

Entonces toma la navaja y extiende su brazo.

No le tiembla la mano.
La desenvaina. Asienta a contracuero la hoja y la estudia a contraluz y va y viene el filo una vez y otra vez por su cuello, hasta el límite del mentón, de patilla a mandíbula, de mandíbula a barbilla.

La hoja sesga. Con precisa delicadeza. Oblicua hasta el borde de su labio inferior.

A esta altura, se diría que la cara ya está lisa como el mármol.

Así le gusta al general su cara: lisa como piedra pulida.

Seis menos cuarto de la mañana.
El general está en pelotas.

Huesuda la mano abre la ducha. Inmóvil bajo el chorro caliente, pies juntillas, empapa su cuerpo absoluto.

Frota obsesivamente. Él sabe hacer mucha espuma contra el pubis y asciende hasta su pecho y se detiene en su pelo negro.

Lacio.

Corto.
El agua corre bautismal para perderse en remolinos en las cloacas nacionales.

Limpito, el general ya está sentado a la mesa.

Grácil, su esposa lo huele. ¡Qué bien huele mi general! “Qué calentito está el mate argentino. Como en un brindis, le agradece a Dios por esta vida y tritura la tostada en su boca, haciéndola crepitar al ritmo casi armónico del tic tac un reloj alemán de 1939.

Seis y cuarto. Hora de ir a trabajar.

El uniforme nuevo le calza bien.

Con cepillo tierno, su amada recorre las solapas y la espalda de su venerado amado.

Y su venerado, tieso frente al espejo de cuerpo entero, bien cuadrado, busca ese otro espejo negro de sus zapatos lustrosos.

Allí, abajo, busca sus soles de general.

Centra su gorra. Centra su corbata. Centra el beso de su señora esposa, en un correcto acto de amor.

Buenos días, mi general, saluda cagado en las patas el portero que se cuadra con su escobillón.

El general deja su hogar.

Ya están en camino, él y su certeza.

Inspirado en Césares, sus ojos negros pequeños, como oriundos de algún terrible fenómeno astronómico, van devorando el paisaje.

¡La historia es la historia de los ejércitos!, se catequiza el general.

Inocentes de todo, los materiales de las calles ofrendan lo suyo en suaves reflejos pasteles ámbar, ocres, verdes, del naciente otoño.

Un Monumento de los Españoles se va haciendo amarillo oro de sol, y se confunde con los soles fantasmales de sus jinetas
que flotan en el reflejo de la ventana.

No hay dudas, el general se siente perfectamente bien.

Con pudorosa delicadeza, y porque no quiere quitar los ojos del mundo que está conquistando, sus manos rozan el portafolio.

Lo abre.

Los dedos como de ciego hurgan un libro. Y leen el relieve: Evangelios.

Lo aprieta fuerte y repite ¡no me temblará la mano, carajo!

Como una aparición, la Casa Rosada ya está ante sus ojos.

El general desciende.

Granaderos y taco y espadas y reojos. Y él que se aleja a paso rápido hacia el vientre palaciego.

Retumba todo en el Palacio.
Retumba la historia.

Retumban los ecos de las voces de su cortejo saludador mientras ya se imagina mármol.

Así, tal cual, es como lo había soñado alguna vez.

Definitivamente en su sillón, el general está solo.

Enciende un cigarrillo y lo pita profundo hasta sumergirse en el recuerdo joven de subteniente recién egresado.

Lo pita otra vez y ofrenda el humo a un cielorraso que fragua su presente en una neblina azulada.

Detrás de ella, flotan ocultos los caireles de la majestuosa lámpara que pende sobre su convencida cabeza.

Sólo un gran espejo es el testigo de que hoy se ha recortado el bigote mejor que nunca.

Se mira.

Esta es la primera vez que lo dirá, y ya se ha acostumbrado:

¡Soy el presidente de los argentinos!

Un barroco reloj francés sobre el hogar de mármol y granito negro da la primera de siete campanadas.

El general apaga el cigarrillo.

Se arrodilla frente al Cristo de bronce que pende como un fantasma detrás del sillón y la neblina.

Se persigna.

Amén.

Siete y quince de la mañana.

Sumergidos en el silencio infinito que precede el futuro, el gabinete ya orbita la elegante mesa oval.

Habrá tiempo para un último sorbo de cafecito caliente.

Ahora sí, el general ya está listo para dar su primera orden.

Va a comenzar un genocidio.

2 comentarios:

  1. ¿te lo puedo afanar?
    lo publico en mi blog citando la fuente
    respondeme por favor

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  2. Publique no mas!
    Va lindo para tu blog.
    Saludos.

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