Cada historia tiene su relator, o su cantora. Alguna sensibilidad que pueda plasmar en voz dolores y sonrisas, angustia y sueño, sin tanta palabra inerte, sin tanto rodeo del pensamiento. Una voz espejo, sonido como banderines de colores, sobre un escenario que es cuerpo y futuro.
Alguna mujer, esa, que sea traductora de realidades aún no publicadas; que llene de América Latina los patios y cocinas de todo precio y calor. Que sea bandera y mantel en el rincón oscuro; que cruce fronteras de tierra y tiempo, galopando en pelo algún suspiro del éxito.
Que tenga por manual de operaciones cierto nuevo cancionero; que pueda inmortalizar en su tiempo a los reyes, y sirva de cuna para príncipes que en el cerrar de ojos viajen directo al grito popular.
Una mujer que destroce los murallones de lo banal, y llene de leña el aliento del olvidado.
Cantora de huellas perdidas, las nuestras. Compañera de madres en la enseñanza visceral.
Hay un pueblo que la vive, y hasta la muerte respira un bombo, suplicando una excepción.
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