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Por Mariano Szkolnik
“…para ése he mandado a pregonar por toda la ciudad que nadie le honre con sepultura ni le llore, sino que lo dejen insepulto y su cuerpo expuesto ignominiosamente a las aves y a los perros para que lo devoren”
Antígona, Sófocles, 442 a. C.
La costumbre de velar a los muertos a cajón cerrado es propia –aunque no excluyente– del pueblo judío. Siempre ha sido así. De este ritual tuve conocimiento a partir de una pérdida familiar. Un cuarto de siglo atrás, aprendí que los judíos velan a sus muertos de ese modo para respetarlos, para recordarlos tal y como deseáramos recordarlos, soslayando la imagen de un cuerpo inerme y desposeído de todo: de su color, de su vida, y de su alma. El cajón cerrado supone una postura existencial que excede al rito meramente religioso: supone el culto a la memoria. El cajón cerrado es, en este sentido, la victoria de la vida sobre la muerte. De todos modos, frente al abismo de la muerte, no hay un “mejor ritual”… cada cuál hace lo que puede.
La decisión de la presidenta fue única y maravillosa: sustrajo a los buitres el cuerpo de su esposo. El cajón cerrado nos obliga a recordar a Néstor Kirchner en vida, en su actividad, en su humor (o mal humor), con su rostro cubista y su mirada desconcertante. Claro, en el intento por superar la pérdida, siempre será más sencillo ver al fiambre y quedarse con eso, conservar esa última imagen... pero la memoria es más compleja, y excede al sentido de la vista. La memoria es un hecho político y social. El alma de los muertos, en nuestra creencia, no se eleva hacia una nube nueve o un séptimo cielo, sino que queda entre los vivos, en el recuerdo, en la memoria colectiva que la resignifica y le otorga un sentido preciso.
Cristina, al tiempo que nos entrega a un Néstor vivo, impidió que los mercaderes de la muerte publicasen en su tapa del jueves 28 de octubre la peor foto posible. Tengamos por seguro que no habrían seleccionado la imagen del Néstor vital, sino que agigantarían la impresión del cadáver aún insepulto. Con un macabro telebeam escrutarían al Néstor indefenso; Gelblung lo diseccionaría en su programa; se lo comerían en el almuerzo de Mirtha Legrand. De allí la miserable suspicacia, la legraniana teoría de que el cajón estaba vacío: Mirtha hubiera querido invitar a su mesa a Néstor Kirchner solo para masticar, paladear y deglutir su cadáver, acompañándolo con una guarnición de rúcula y arroz con azafrán, servido por una sirvienta trigueña, vestida con uniforme negro y delantal blanco, que es la expresión degradada del lugar que “la señora” le reserva a los sectores populares. Como Antígona de Sófocles, como Antígona Vélez de Leopoldo Marechal, Antígona Fernández decidió sepultar a su muerto y no dejar que las aves de rapiña y los perros de jauría desgarrasen su carne.
Mirtha, siempre igual a Mirtha, irreductiblemente Mirtha, nunca pudo ni podrá tragar a Néstor Kirchner, y aún ella, militante activa del odio y el olvido, deberá recordar a Néstor Kirchner en vida.
Señora Legrand: los únicos cajones que permanecen vacíos son los de los treinta mil desaparecidos. Por una vez en la vida, tenga decencia.
(Nueva Sión)
vieja forra
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