jueves, 24 de marzo de 2011

EL DÍA QUE COMENZÓ EL GENOCIDIO

El General Presidente

Por Marcos Doño

Hace cinco minutos que el general se cepilla los dientes. En un buche y escupe, se disuelve su boca rabiosa de espuma.
Ahora, el general abre sus fauces hasta el colmo de sus mandíbulas y pasa revista. ¡Limpios, ni una caries!
Sobre el mármol del lavatorio el reloj del general marca las cinco y treinta de la mañana.
Bate la brocha y hace espuma en su rostro general que va mudando a un incomprensible Papá Noel con su navaja envainada y su brazo extendido. No le tiembla la mano al general. Desenvaina y asienta a contracuero la hoja, la estudia a contraluz, va y viene el filo, una vez, va otra vez, por la piel de su cuello, hasta el límite del mentón, y de patilla a mandíbula y de mandíbula a barbilla, la hoja va sesgando con precisa delicadeza oblicua hasta el borde de su labio inferior.
A esta altura, se diría que la cara ya está lisa como mármol.
Así le gusta al general: la cara lisa como piedra pulida.
 Seis menos cuarto de la mañana.
 Huesuda la mano abre la ducha.
El general está en pelotas.
Inmóvil bajo el chorro caliente, pies juntillas, empapa su cuerpo absoluto. Él sabe hacer mucha espuma obsesiva contra su pubis.
Frota sus genitales y asciende hasta su pecho y se detiene en su pelo negro. Lacio. Corto.
Por su cuerpo, el agua corre bautismal para perderse en un remolino hacia las cloacas nacionales.
 Limpito, el general ya está sentado a la mesa.
Su esposa lo respira.
¡Qué bien huele mi general! Qué calentito está el mate argentino.
Como en un brindis, le agradece a Dios por esta vida y se dispone a triturar la tostada que crepita en su boca al ritmo del tic tac de un reloj alemán de 1939.
 Seis y cuarto.
 Hora de ir a trabajar.
El uniforme nuevo le sienta bien.
Con cepillo tierno, su amada recorre las solapas y la espalda del venerado.
Su venerado, tieso frente al espejo de cuerpo entero, cuadrado, busca en el espejo negro de sus zapatos lustrosos los soles de sus hombros.
Acomoda su gorra. Acomoda su corbata. Ahora sí, su señora esposa puede besarlo en un acto de amor correctísimo.
 Ya es hora.
 Buenos días, mi general, saluda cagado en las patas el portero que se cuadra con su escobillón.
El general deja su hogar.
Van en camino, él y su certeza. Inspirado en tantos Césares, sus ojos negros pequeños, como venidos de algún terrible fenómeno astronómico, van devorando el paisaje.
¡La historia es la historia de los ejércitos!, catequiza el general.
Inocentes de todo, los materiales de la ciudad ofrendan sus suaves reflejos pasteles ambarocreverdes del naciente otoño y un Monumento de los Españoles en amarillo oro del sol astronómico, apenas borrado por los soles fantasmales de las jinetas flotando en el reflejo de la ventana.
 No hay dudas, el general se siente perfectamente bien.
 Con pudorosa delicadeza, y porque no quiere quitar los ojos del mundo que está conquistando, sus manos rozan el portafolio.
Lo abre. Sus dedos, como de ciego, encuentran el Libro.
¡No me temblará la mano, carajo!
 Como una aparición, la Casa Rosada ya está ante sus ojos.
 El general desciende.
 Granaderos, taco, espadas y reojos y él que camina a paso rápido hacia el vientre palaciego.
 Retumba todo en el Palacio.
 Retumba la historia.
 Retumban los ecos de las voces de su cortejo saludador mientras él ya se imagina mármol en el corredor de los bustos.
 Así, tal cual, es como lo soñó alguna vez.
 Definitivamente en su sillón, ahora el general está solo.
Enciende un cigarrillo. Lo pita profundo y se hunde en el recuerdo joven de subteniente recién egresado.
Pita otra vez y ofrenda el humo a un cielorraso que se pierde tras la neblina azul. Detrás de ella quedan ocultos los caireles de la majestuosa lámpara que pende sobre su convencida cabeza.
Sólo un gran espejo es testigo de que hoy se ha recortado el bigote, como nunca tan perfecto.
 Se mira.
Esta es la primera vez que lo dirá, y ya se ha acostumbrado: ¡soy el presidente de los argentinos!
 Un reloj francés sobre un hogar de mármol y granito negro da la primera de siete campanadas.
El general apaga el cigarrillo y se arrodilla frente al Cristo de bronce que pende oculto en la neblina detrás del sillón.
 Se persigna.
Amén.
 Siete y quince de la mañana.
 Sumergido en el silencio infinito que precede el futuro, el gabinete ya orbita la elegante mesa oval.
Todavía habrá tiempo para un último sorbo de café caliente.
 Ahora sí, el general ya está listo para dar su primera orden.
 Va a comenzar un genocidio.

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