BORRAR A ZAFFARONI Y DEMOLER A MADRES Y ABUELAS
No es que no puedan ganar nada, en realidad, pero lo que sí el bloque de poder parece saber es que algo sí le esta vedado, y que eso, lo que no puede ganar, es, precisamente, lo que más necesita: el manejo del gobierno nacional, el de los instrumentos que les permitiría tirar abajo la Ley de Servicios Audiovisuales, entre otras cosas, o instaurar una política “abierta a las inversiones” y restrictiva del “despilfarro”, que deje de restar ganancias a los que ganan más que nadie y retraiga la economía a una “normalidad” como la que disfrutan o padecen los pueblos de Europa y Estados Unidos. Ese resorte, esta vez, va a volver a escapárseles de las manos, según parece, pero algo, entretanto, pueden hacer: mover insistentemente las piezas que permitan ir arrinconando en la soledad a quienes siguen llevando adelante la experiencia iniciada en mayo de 2003, como maniáticos que se empeñan en un juego ingenuo o soberbio mientras las mayorías reales o supuestas, eso que se llama “la gente”, están en otra cosa. En lo suyo, en la nada, obsesionados por llegar primero que nadie a ninguna parte. Destruir la imagen del juez más prestigioso de la Argentina, demoler hasta la abyección cualquier posibilidad de tener como referencia a las Madres o las abuelas, considerar digno de befa todo lo que puedan decir algunos pensadores si es que intentan remover de algún modo las conciencias y llamar a la reflexión. Sembrar desconfianza sobre las razones por las cuales muchos de quienes integran una nueva generación prefieren entusiasmarse con la política antes que con la birra en la esquina, las bengalas asesinas o los excitantes químicos bajo los aturdidores juegos de luces y sonidos. No dejar nada en pie en los imaginarios, en la posibilidad de esperanza, en la capacidad de alegría y de apuesta a futuro. Ningún símbolo, porque el peligro de los símbolos es precisamente que hacen lo que les corresponde: simbolizan, llevan a la imaginación más allá, tocan ciertos resortes en las almas. En su lugar, despolitización, pavadas, guerra de todos contra todo, cinismo escéptico e individualista al mango.
DESTRUIR, MIENTRAS NO SE PUEDA OTRA COSA
Por Daniel Freidemberg
Ya no es “destituyente” la palabra. No es “destituir” el verbo que corresponde a esta etapa: es “destruir”. Deshacer, desdibujar, aplanar, borrar, reducir todo a la insignificancia y generalizar eso, la insignificancia, el todo da lo mismo, el nada importa ni vale. A lo que el bloque de poder apunta en estos días es a destruir, no a ganar. No van a ganar, quienes deciden ahí, en el bloque de poder, lo saben, y el objetivo, entonces, mientras no se pueda otra cosa, es destruir. Todo lo que se pueda: Zaffaroni, las Madres, las Abuelas, el entusiasmo de la juventud, Carta Abierta, la Biblioteca Nacional, Horacio González, La Cámpora, la viudez de la Presidenta, el recuerdo de Néstor Kirchner. Nada está exento de quedar inmerso en los ácidos de la degradación destructiva que va extendiéndose en busca que un acotado y mediocre horizonte quede instalado, uniforme e indiferente, a la vista de los que ya no tienen nada que esperar de nada ni ven que nada les puede despertar algún tipo de interés o entusiasmo, como no sean los que ya les tienen dispuesto, a todo color y con el mayor ruido posible, los programadores del instantáneo y rápidamente olvidable estupefaciente mediático.
No es que no puedan ganar nada, en realidad, pero lo que sí el bloque de poder parece saber es que algo sí le esta vedado, y que eso, lo que no puede ganar, es, precisamente, lo que más necesita: el manejo del gobierno nacional, el de los instrumentos que les permitiría tirar abajo la Ley de Servicios Audiovisuales, entre otras cosas, o instaurar una política “abierta a las inversiones” y restrictiva del “despilfarro”, que deje de restar ganancias a los que ganan más que nadie y retraiga la economía a una “normalidad” como la que disfrutan o padecen los pueblos de Europa y Estados Unidos. Ese resorte, esta vez, va a volver a escapárseles de las manos, según parece, pero algo, entretanto, pueden hacer: mover insistentemente las piezas que permitan ir arrinconando en la soledad a quienes siguen llevando adelante la experiencia iniciada en mayo de 2003, como maniáticos que se empeñan en un juego ingenuo o soberbio mientras las mayorías reales o supuestas, eso que se llama “la gente”, están en otra cosa. En lo suyo, en la nada, obsesionados por llegar primero que nadie a ninguna parte. Destruir la imagen del juez más prestigioso de la Argentina, demoler hasta la abyección cualquier posibilidad de tener como referencia a las Madres o las abuelas, considerar digno de befa todo lo que puedan decir algunos pensadores si es que intentan remover de algún modo las conciencias y llamar a la reflexión. Sembrar desconfianza sobre las razones por las cuales muchos de quienes integran una nueva generación prefieren entusiasmarse con la política antes que con la birra en la esquina, las bengalas asesinas o los excitantes químicos bajo los aturdidores juegos de luces y sonidos. No dejar nada en pie en los imaginarios, en la posibilidad de esperanza, en la capacidad de alegría y de apuesta a futuro. Ningún símbolo, porque el peligro de los símbolos es precisamente que hacen lo que les corresponde: simbolizan, llevan a la imaginación más allá, tocan ciertos resortes en las almas. En su lugar, despolitización, pavadas, guerra de todos contra todo, cinismo escéptico e individualista al mango.
Lejos, muy lejos de los triunfalistas, los que quieren vivir embriagados de ilusiones o los que entran en éxtasis al recitar la palabra “utopía”, el escepticismo suele tener un alto valor para mí. Si es que el escepticismo sirve como terreno desde el cual se puede mirar con los ojos bien abiertos la realidad, sin coartadas ni atenuantes, dudar de todo, interrogarse, no conformarse con nada en busca de respuestas que siempre serán transitorias porque el enigma de la vida real nunca termina de revelarse a quien busca en el mundo algo más consistente que la paz de la inercia o el consuelo. Pero el escepticismo puede también ser otra cosa: goce autosatisfactorio, lugar en el que apoltronarse o empantanarse para disfrutar un desdén hacia todo lo que pueda inquietar el ánimo. Un “me cago en todo”, un “a mí que me importa”, un “sálvese quien pueda”. Durante un interminable par de décadas, a lo largo de los años ochenta y los noventa, funcionó, hasta que los propios movimientos de la realidad tiraron la escenografía abajo y hubo que empezar a pensar de nuevo las cosas. Surgieron ahí, o en algunos casos empezaron a retornar, símbolos. Objetos de valoración, señales de que en algunas cosas, algunos nombres, ciertas palabras o emblemas, laten indicios de una vida más rica, menos sola, más dispuesta a abrirse camino en busca de horizontes más habitables y compartibles. El error, quizá, o el apresuramiento, fue suponer que se trataba de un fenómeno generalizado e indetenible: Macri y Del Sel son las muestras, y no las únicas, de que aquello que durante los años neoliberales impregnó nuestras subjetividades está lejos de haberse borrado del gran cuadro de la subjetividad de los argentinos. No tendría por qué ser de otro modo, a decir verdad: las culturas no cambian tan rápido ni los espíritus se amoldan tan fácilmente a los cambios de condiciones, más aun cuando los cambios de condiciones les exigen esfuerzos que atentan contra ciertas seguridades y garantías de confort, como las que brindan la indiferencia hacia los otros o la pereza intelectual. Lo extraordinario, lo casi milagroso, fue que, aun así, empezaron a surgir símbolos, o, en otras palabras, motivos de confianza o fe, vislumbres de un panorama menos restringido y más promisorio. Y que no pocos fueron encontrando ahí razones para interesarse y orientar en el sentido que se iba abriendo ante sus ojos sus vidas. Eso es lo que hay que destruir, hacia ahí apuntan, ya que no pueden ganar por ahora: Zaffaroni hoy, las Madres ayer, mañana encontrarán otro objeto de destrucción, la máquina aniquiladora no está dispuesta a darse tregua ni reconoce límites.
Parece que todos coincidimos en que la embestida es sistemática contra todo aquello que represente el capital simbólico de nuestro gobierno.
ResponderEliminarAyer escribí con un pequeño agregado (anécdota personal) sobre lo que simboliza Zaffaroni
http://tcontrat.blogspot.com/2011/08/eugenio-raul-zaffaroni-personas.html
Saludos.
Muy bueno. Poca energía para comentar, ahora que De la Sota (que recomendó a las Madres "Hubieran cuidado a sus hijos") ganó en Córdoba... Debe ser un Castigo Divino para mí especialmente por burlarme y "disfrutar" malignamente de ver a los porteños elegir a Macri... y a los santafesinos, casi llegar a ser gobernados por Del Sel.... Què bajón... Igual los 3 "gobernabentables" principales ya que abundan los neologismsmos, era de malísimo a regularón malo.. Pero no Macri. Aún así.
ResponderEliminarEscelente nota Daniel. Nosotros, desde el teatro, estamos tratando de que esta nueva embestida "neoliberal" nos dé más energía para reaccionar, desde un cierto "apoltronamiento". Y te digo que está funcionando. Creo que es pobible. Las elecciones, con Macri a la cabeza tuvieron el efecto movilizador de una patada en el c.... Jorge Venturini
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