Zelarrayán, el aguafiestas bajo la luna
Zelarrayán no fue casi nunca Ricardo Zelarrayán. En realidad, para ser más justos, Ricardo Isidoro. Era Zelarrayán, a secas, áspero entre pasadizos delgados, casi intransitables como la misma imagen de cara flaca surcada por ríos de arena que ilustraban su desgarrado carácter. Era un hombre flaco con cara de perro atado a la tranquera, pelos revueltos en particular en la zona de la nuca, un cigarrillo en la boca y las manos, delgadas y largas, tomando una incontable cantidad de veces, una caja de cartón que contenía fósforos. En ocasiones hablaba como si ladrara, y se oponía con crudeza a lo que uno podía decir. Era un solitario asediado por el crecimiento sin vueltas de la población mundial.
Lo conocí comiendo en bodegones de mala muerte en los primeros años de los setenta cuando, por supuesto, no era setentista y se cuadraba sobre su repulsa sobre cualquier forma organizada de las cosas. No creía en ellas, ni en sus portadores, ni en sus voceros y la verdad, un poco de razón tenía. A mi me dijo que era entrerriano aunque ahora aparecen quienes lo escucharon hablar de su origen tucumano o salteño, a todo junto, tucumano-salteño, categoría que no existe porque por lo general uno nace en un solo lugar. Durante mucho tiempo sabía que se trataba de un escritor importante pero carecía de la posibilidad de evaluarlo porque no había libros suyos en ninguna parte. No era generoso como, por ejemplo, Germán Rozenmacher que no solo me invitaba al estreno de “El avión negro” en el IFT, sino que además me regalaba sus libros y me pagaba un café en el Covadonga para leer y comentar mis cuentos. Zelarrayán era de una raza inapresable que llegaba a mostrarle sus dientes a una humanidad carcomida por costumbres despreciables, en particular en su mirada, la de ser habitantes de Buenos Aires, a la que repudiaba. Como resistía a Paraná, a Rosario y lo que se le cruzara. El cruce de la capital mitrista y las provincias como salvajía errante, lo tentaba a hablar.
Escribir, escribía porque lo encontraba en los bares, a veces en Corrientes, y lo hacía no sin atragantarse de humo. Quería mucho a mi primo Rodrigo a quien, en un acto desproporcionado tratándose de él, llegó a visitar y cuidar en el Hospital Español donde más de una vez tuvo que atenderse de sus dolencias de muchacho maltratado y genial. Lo traté también cuando trabajaba en Clarín y Jorge Göttling me recomendaba leerlo mientras lo mirábamos de lejos. Recuerdo una valoración suya respecto de un escritor, algo no muy común. “Macedonio Fernández justifica con su escritura a toda la literatura argentina de su tiempo, la que vale o la que no sirve”, reconstruyo de alguna de sus conversaciones. Y se reía recordando que Macedonio había dicho: “El gaucho es un invento de los estancieros para entretener a los caballos”, denostando así cualquier intento de sostener al gaucho como paradigma de algo. Por eso se resistía a ser considerado un gauchesco por el hecho de aludir en su literatura a algún caballo de relato.
“La piel del caballo”, novela, como “Lata peinada” y su poesía, lo mostraban como un laburante original de la palabra. “La gran salina” es uno de sus aportes ineludibles en la poesía. En “Ahora o nunca”, un título que lo ilustra con claridad, reunió su poesía que puede ser leída por su originalidad y rigor. En “La gran salina” podemos leer: “La locomotora ilumina la sal inmensa, / los bloques de sal de los costados,/ los yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías./ Yo vacilo… y me callo…/ porque estoy pensando en los trenes de carga/ que pasan de noche por la Gran Salina./ La palabra misterio ya no explica nada./ (El misterio es nada y la nada no se explica por sí misma). / Habría que reemplazar la palabra misterio (al menos por hoy, al menos por este “poema”)/ por lo que yo siento cuando pienso en los trenes de carga que pasan de noche por la Gran Salina”.
Genial, Tarruella. "Era un solitario asediado por el crecimiento sin vueltas de la población mundial",. genial
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